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A la crisis de intercambios promovida por Trump cual elefante en cacharrería, la UE ha preferido la estabilidad (veremos por cuánto tiempo lo será: no presume de ser hombre de palabra). Europa ha mostrado su poliédrico conservadurismo, su esencial aversión al riesgo. Ha cambiado paz por territorios comerciales, en particular energéticos y armamentísticos. Nuestro 15% de quebranto en las ventas en EEUU –aranceles o tariffs– se destinará a reducir el déficit crónico de la balanza comercial del tradicional socio americano. Sin lubricante ni propofol: a saco. Pero el verdadero miedo no es comercial; que ser miedo, lo es.
El temor fundado es a las guerras, a la roja y a la santa. Subyacen en el pacto Donald-Ursula otra reluctancia al riesgo y otro miedo a perder otra paz, la militar. Sobre la competencia y la competitividad industrial y exportadora se impone la probable, si no vigente, tensión bélica de la Europa comunitaria y británica con una Rusia expansionista, en guerra con Ucrania, y un Putin desencadenado. De momento, es ex amigo de Donald Trump; ¿hasta cuándo? También teme Europa el riesgo musulmán, un mundo religioso y cultural exacerbado –con razón– por la aniquilación israelí en Gaza, con una Irán atómica en la sombra y millones de árabes e islámicos dentro de la propia UE. De manera que Trump, y permitan la pirueta terminológica, se ha convertido en un peace broker; un comisionista de la paz. Cual Liberty Valance, Trump hace de árbitro mundial, y con grandes réditos comerciales, y quién sabe si personales, conociendo su historial negociante. Los aranceles dañarán a la UE, pero también a Estados Unidos según todos los expertos, y según cualquier lógica: es un hachazo cortoplacista. Y no será devastador del previo statu quo comercial, por otro lado.
El domingo, el pescado estaba ya vendido entre los machacas invisibles de ambas partes. Por eso duró una horita la reunión entre Donald Trump y Ursula von der Leyen, que esencialmente lacraba asuntos materiales. Pero ofreció jugosos detalles formales. Rechina que el encuentro tuviera lugar en Europa, pero en terreno del presidente estadounidense; en concreto, en un maravilloso campo de golf en Turnberry, en la costa oeste de Escocia. La alemana nacida en Bruselas parecía jugar en casa, pero qué va: los 18 hoyos frente al Mar de Irlanda son propiedad de Trump. Es como cuando te clausuran el estadio y tu equipo juega en otro alejado. Británicos, Trump y su bisnes, eurócratas: todos contentos. También puede ser interpretado con mayor mala idea, de forma que el presidente de EEUU viene a decir, sin decirlo: “Nos reunimos donde digo, en mi casa, quiero una MEGA Europa: Make Europa Great Again... y a mis órdenes. Llevó esta vez corbata amarilla, y se le veía el cartón entre su estofada cabellera, también amarillo tinte.
¿Ha habido quid pro quo? ¿Reciprocidad, do ut des? Qué va. No hubo toma y daca. El problema, ya puestos a latinazgos es si este estado de cosas, es si el nuevo statu quo bilateral será objeto de nuevas amenazas y desleales mordiscos unilaterales. Porque fiarse de este hombre es del género memo.
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