Análisis
Joaquín Aurioles
Elogio del multilateralismo
Análisis
"En todo el mundo, las políticas, las tecnologías y los procesos de aprendizaje ampliados se han combinado para erosionar las barreras a la interacción económica entre los países”, señalaba M. Spence, premio Nobel de Economía en 2001, hace unos años, aludiendo al conflicto ya maduro entre las leyes que se elaboran con la finalidad de influir sobre cuestiones de ámbito nacional, pero cuyas consecuencias repercuten sobre la economía de otros países. Si los efectos desbordan los objetivos inicialmente planteados por los promotores de las políticas económicas, parece aconsejable, si no ineludible, un cierto grado de coordinación internacional y el reforzamiento de las instituciones capaces de propiciarlo.
La Organización Mundial del Comercio o el Fondo Monetario Internacional, entre otras actuales, fueron instituciones nacidas hace décadas con esta finalidad. Una con el objetivo de eliminar obstáculos a los intercambios comerciales y promover su crecimiento; la otra con el de garantizar la estabilidad financiera internacional, pero tanto estas dos como otras de naturaleza similar, se ven cada vez más limitadas en sus funciones por la creciente complejidad de la realidad sobre la que pretenden influir y por las interferencias de los intereses políticos nacionales en sus planes de trabajo. La realidad es que el orden económico internacional que ha permitido al mundo una extraordinaria etapa de prosperidad tras el final de la segunda guerra mundial, basada en la liberalización de las relaciones económicas y financieras, se ve amenazado de muerte por la crisis del multilateralismo.
Hubo un tiempo, tras la caída del Telón de Acero, en que la extensión de las democracias y la globalización prometían un futuro de prosperidad liderado por los Estados Unidos y el mercado. Huntington lo proclamó en “La tercera ola” en 1991 y Fukuyama un año después en “El fin de la historia”. Las necesidades de cooperación alumbraron nuevas instituciones, como las “cumbres de los G” y el Foro Económico Mundial (FEM), con el fin de impulsar la coordinación de las políticas económicas. Tanto el G-7 como el FEM habían nacido en los 70, pero ambos adquirieron relevancia en los 90, con la incorporación de Rusia al primero a finales de esa década, casi al mismo tiempo que se constituía por primera vez el G-20. También la Organización Mundial del Comercio, antes GATT, nació en 1995, mientras que el movimiento BRICS+ surgió posteriormente entre países predestinados a aumentar notablemente su protagonismo político y económico a nivel internacional, pero todas estas experiencias dan testimonio la de las ventajas de la cooperación.
Tras la crisis de 2008 hubo diversas oportunidades de apreciar el efecto de las externalidades negativas por el desbordamiento de los efectos de las políticas económicas. En el caso de Europa, las economías periféricas de la Unión (Irlanda, Portugal, Grecia, Italia y España) experimentaron las adversas consecuencias de las políticas fiscales y monetarias restrictivas impuestas por los países del centro y norte de Europa. Todo cambió cuando, tras la llegada de Draghi al BCE, se comenzó a hacer en Europa lo mismo que en Estados Unidos y el Reino Unido: la flexibilización cuantitativa de la política monetaria. Sus consecuencias globales fueron intensas porque el mundo se inundó de liquidez y los tipos de interés bajaron a ras del suelo, provocando fugas de capitales hacia las economías emergentes y activos de riesgo, además de inflación en los alimentos y las materias primas.
Cuando la Reserva Federal anunció la proximidad del final de los estímulos, la reacción fue la contraria. Los capitales abandonaron las economías emergentes y sus monedas se depreciaron frente al dólar y el euro, obligando a sus gobiernos a implementar severas políticas de ajuste en la mayoría de los casos. La conclusión inevitable es que si las fronteras no protegen del contagio y el aislamiento no es alternativa viable ni tampoco deseable, es preciso encontrar fórmulas de cooperación política que permitan limitar las externalidades de las políticas económicas, definir el futuro de las relaciones económicas globales y levantar defensas frente a amenazas latentes, como el disparatado aumento del endeudamiento público en todo el mundo.
El objetivo ha de ser encontrar fórmulas que permitan respuestas organizadas frente a problemas potencialmente desestabilizadores. Un sistema de alertas precoz podría funcionar si existiese la institución capaz de gestionarlo y la cooperación estuviese garantizada frente a los vaivenes característicos de los cambios de gobierno, pero el auge de los populismos radicales, capitaneados por Trump y sus aranceles, no invitan precisamente al optimismo, además de suponer una mayor dificultad para recuperar la senda del multilateralismo. Si la predisposición a aceptar el conflicto, es decir, de la represalia en casos de intereses enfrentados, se impone sobre la búsqueda de soluciones cooperativas, cabe esperar el debilitamiento del multilateralismo y la proliferación de las estrategias defensivas y proteccionistas dentro de los grandes bloques comerciales regionales (enfoque multipolar del comercio). También cabe esperar que este tipo de estrategias sean de dudosa viabilidad en un mundo tan expuesto al contagio, incluso para la estabilidad de las hegemonías regionales.
Entre las cuestiones a dilucidar está la lógica reserva de si el enfoque multipolar del comercio puede dar satisfacción a las necesidades de las economías en el siglo veintiuno, pero también sobre la posibilidad una fórmula aceptada por todas las partes sobre la ética de los negocios y los intercambios. Son las incógnitas que probablemente llevan a Felipe VI a proclamar que el multilateralismo debe ser preservado entre la avalancha de cambios que se avecinan en el orden político y económico global. No es una cuestión de preferencias ideológicas. Es que no existe, dadas las circunstancias, camino alternativo al entendimiento y la ética en las relaciones internacionales.
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