
Análisis
Joaquín Aurioles
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Análisis
El formidable sistema de subsidios y transferencias interregionales de renta levantado, primero, en torno al Estado de las Autonomías y, posteriormente, con la Política Regional Europea, apenas ha tenido repercusión en la corrección de los desequilibrios regionales en España. Muchos de los andaluces que vivimos el ilusionante nacimiento de Andalucía como comunidad autónoma, es decir, como sujeto político con mayúsculas, hemos vivido esta resistencia a los esfuerzos por converger con el resto de España como una frustración con la que, con el paso del tiempo, hemos terminado por acostumbrarnos a convivir. Los más suspicaces dirán que todo esto es consecuencia de los oscuros intereses partidistas que mueven las decisiones políticas. Los más decepcionados con el proceso autonómico cargarán las culpas sobre el escaso peso político de Andalucía en España y la tibieza de nuestros representantes en la defensa de nuestros intereses. Otros lo achacarán a los errores de diagnóstico, argumentando que si el problema no se diagnostica correctamente, difícilmente se podrá acertar en el tratamiento.
Desde hace aproximadamente dos décadas, algunos economistas interesados en averiguar las causas de la resistencia de los desequilibrios territoriales a las recetas políticas para acabar con ellos, entre ellos Desmet y Ortuño (Rational Underdevelopment, 2001), han abierto una nueva brecha de aproximación al problema con resultados interesantes y, en cierto modo, desconcertantes. El subdesarrollo persistente de algunos territorios dentro de un mismo país podría ser el resultado de una elección racional, aunque no necesariamente explícita y quizá tampoco consciente, en la que confluyen los intereses de los representantes políticos, tanto en las regiones desarrolladas como en las subdesarrolladas e incluso los intereses políticos nacionales.
Las pistas que llevan a esta novedosa línea de investigación se sitúan en la Italia de los años 90, del que el historiador sevillano Carlos Arena ofrece testimonio y encuentra en la discordante evolución de los salarios y la productividad una explicación coherente del fracaso de las políticas para acabar con la desigualdad entre el norte y el sur del país. A lo largo de las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo, los costes laborales en el Mezzogiorno subdesarrollado crecieron un 23% más que en el norte industrializado, mientras que el PIB por habitante relativo se redujo desde el 65% al 57% en el mismo periodo. Procesos similares han sido observados en otros lugares del continente, entre ellos en España, atribuyéndose la responsabilidad al efecto disuasorio de las transferencias de renta entre regiones ricas y pobres sobre los ajustes automáticos de la economía, básicamente migración y salarios reales, cuando las diferencias en productividad y desempleo son acusadas.
Fenómenos como el subsidio de paro, las políticas de cohesión o la centralización de la negociación colectiva, tienden a frenar la búsqueda activa de empleo, especialmente si conlleva desplazamientos de lugar de residencia, y el distanciamiento entre la evolución de los salarios y la productividad. Permiten fijar la población en sus lugares de residencia, pero la competitividad en las regiones más atrasadas se deteriora respecto a las más avanzadas, consolidándose las diferencias entre ambas en empleo y en PIB por habitante.
Lo que sostienen los modelos de subdesarrollo racional es que, cuando se dan ciertas circunstancias, las regiones avanzadas consiguen ventajas del establecimiento de un sistema de subsidios y transferencias de renta entre territorios, tanto a corto (mantenimiento del diferencial de competitividad), como a largo plazo (posición dominante en la jerarquía regional). Por su parte, las regiones atrasadas obtienen ventajas a corto, pero desventajas a largo. Las primeras son básicamente las de frenar procesos migratorios, como el de los andaluces sin empleo durante los años 60 del siglo pasado, y reducir las diferencias salariales con las regiones más ricas. Las desventajas a largo se resumen en la aceptación de un gap permanente de productividad, que se traduce en el deterioro de la competitividad relativa y la condena al atraso secular respecto al resto del país.
La desigualdad territorial adquiere, por tanto, naturaleza estructural, gracias a los subsidios y las transferencias de renta desde las regiones de mayor a menor productividad. Las posiciones de privilegio que disfrutan las primeras, justifican su disposición a financiar el bienestar en las segundas y también el conformismo de estas con el mantenimiento del statu quo. Cabe reprochar a los políticos andaluces del inicio del Estado de las Autonomías su conformidad con un modelo de relaciones territoriales que, como se ha podido comprobar después, tiende a congelar la desigualdad, pese a la enorme desventaja de partida de la comunidad en términos de desarrollo relativo. Debe, no obstante, reconocerse, en su descargo, que la elección de la mejor opción a corto plazo estaba igualmente justificada por la dramática experiencia de la emigración de los años 60 y el limitado sistema de bienestar de la época en Andalucía, que sin los recursos de la solidaridad y la cohesión, habría sido imposible desarrollar.
Estos modelos proporcionan una explicación convincente a la persistencia de las desigualdades territoriales recurriendo a la lógica de la elección racional, pero también refuerzan la tesis defendida por otros economistas, como Krugman (1991) y Puga (1998), según la cual la solidaridad no solo beneficia a los territorios que la reciben, sino también a los contribuyentes. A los primeros, porque mejoran su bienestar, mientras que a los segundos les repercute directamente en su PIB. El problema es que la confluencia de ambas circunstancias provoca el enquistamiento de la desigualdad y la dependencia financiera del sistema de bienestar en los territorios beneficiarios de la solidaridad.
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