
El Poliedro
Tacho Rufino
A propósito de Redford
Análisis
AL poco tiempo de llegar Donald Trump a la Casa Blanca en 2017, sugerí que su comportamiento era más propio de un líder antisistema que el esperado de la persona más poderosa del planeta. El abandono de los compromisos con la cumbre del clima o con agencias internacionales como las de salud o comercio, así me lo hacían entender. Fui tildado de exagerado, pero la demolición del proyecto de zona de libre comercio con Europa o el muro fronterizo con México, ambos países miembros del NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), o la guerra comercial de los aranceles se me antojaban como una agitación sin precedentes del orden político y económico internacional imperante durante los últimos 80 años, cuyos pilares fundamentales se diseñaron en 1944 en la localidad de Bretton Woods.
Allí se estableció el patrón oro-dólar como pilar central de un nuevo orden monetario, que otorgó a los Estados Unidos el papel de potencia económica hegemónica. Las tesis norteamericanas se impusieron a las británicas, defendidas por Keynes, estableciéndose un sistema de paridades fijas con respecto a un dólar convertible en oro al precio de 35 dólares la onza. Se acababa con la inestabilidad cambiaria de las décadas previas y los Estados Unidos se garantizaban la inmunidad frente a las crisis monetarias a las que tarde o temprano tendría que enfrentarse el resto del mundo.
El sistema se vino abajo en agosto de 1971 con la suspensión de la convertibilidad del dólar, pero no arrastró en su caída al resto de las estructuras del sistema. Regresaron los tipos de cambio fluctuantes y la inestabilidad y las crisis cambiarias y monetarias proliferaron a partir de los 80. Europa experimentó con la creación de un sistema monetario europeo, que sería el antecedente del euro, pero instituciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, ambas nacidas en Bretton Woods, contribuyeron de manera decisiva a capear los temporales. También lo hicieron otras agencias similares de Naciones Unidas, como la Organización Mundial del Comercio, al tiempo que se impulsaban iniciativas para la coordinación de las políticas económicas, de las que surgieron los G-7 o G-20 e incluso proyectos más ambiciosos, como el de unión económica y monetaria en Europa.
Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín, arrastrando al resto del telón de acero, el modelo de capitalismo democrático diseñado tras la II Guerra Mundial, se extendió por el resto del mundo. Se trataba del sistema político resultante del contrato social suscrito en la parte del mundo que aceptó al mercado como mecanismo fundamental de asignación de recursos, por tanto, antítesis del socialismo no democrático, a cambio de un compromiso firme con las políticas sociales y el estado del bienestar. A la economía correspondía la trascendental función de proveer al sistema de los recursos necesarios para atender la demanda creciente de programas de contenido social y bienestar, cosa que realizó de manera satisfactoria, hasta la gran debacle en 2008.
La crisis de la deuda soberana en Europa fue todo un símbolo de la fragilidad de un sistema de bienestar devorador insaciable de recursos, frente al que los mercados de capitales se plantaron en firme. La tensión a la que el sistema fue sometido provocó las primeras grietas en su estructura en forma de populismos y quiebra de la ortodoxia en materia política económica. Todo ello desembocó en costosos programas de rescate de las economías con mayores problemas, en inyecciones masivas de dinero y en la suspensión temporal de las reglas de prudencia financiera (déficit y endeudamiento públicos), además de la proliferación de crisis bancarias. También el clima de cooperación y asociación política se vio afectado por el ascenso de las opciones desestabilizadoras y antieuropeístas, como el Brexit en la UE o el independentismo radical, en el caso de España.
Paralelamente, en 2006, se constituían los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) en organización para el fomento de la cooperación interna en defensa de sus intereses. La posterior unión de Sudáfrica (2010) y de Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía, Irán e Indonesia (en 2024) dio lugar a una amplia y potente organización, ahora denominada BRICS+ (3.600 millones de habitantes, 46,6% de la población mundial), cuya posición dominante en los mercados de materias primas, especialmente tierras raras, y potente desarrollo tecnológico, alteran las bases del equilibrio geoestratégico anterior a 2008.
La cumbre de la OCS (Organización para la Cooperación de Shanghái) de finales de agosto en Tianjin (China) resultó deslumbrante para algunos acomodados occidentales sobre el vacilante futuro del internacionalismo. Ya no es solo unan cuestión de seguridad, aupada al máximo nivel de preocupación en Europa, tras la guerra en Ucrania y la masacre en Gaza, sino de estabilidad económica global a raíz del giro en la política exterior norteamericana y sus previsibles nefastas consecuencias sobre el modelo de capitalismo democrático. Estados Unidos ha decidido sacrificar la fortaleza de las alianzas occidentales ante el empuje de los intereses hegemónicos y económicos del movimiento MAGA (Make America Great Again), aunque a costa de reforzar la cohesión entre sus adversarios.
Una de sus consecuencias es el resurgimiento de la dinámica de bloques, pero con características diferentes y más difuminadas que durante la guerra fría. Las diferencias ideológicas no son tan acusadas como entonces porque existe una amplia aceptación del mercado como el mecanismo más eficiente de asignación de los recursos, pero se mantienen las distancias en los fundamentos políticos. La parte occidental, incluida Japón y con Europa navegando en su indefinición, continuará confiando en la fortaleza estética de la democracia, mientras que en la otra parte se esfuman los escrúpulos frente al autoritarismo. Es la adaptación a la escala global de la polarización que, de una forma u otra, todos padecemos.
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