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Miguel Ángel Noceda
40 años en Europa
Este primero de enero se cumplen 40 años de la incorporación de España a las Comunidades Europeas (el Tratado de Adhesión, junto a Portugal, se había firmado el 12 de junio de 1985 pero con efectos prácticos desde 1986). Se abría entonces un periodo entre la incertidumbre y la esperanza para la modernización de la economía española perseguida desde el Plan de Estabilización de 1959 impulsado por los tecnócratas en el primer intento de apertura y, ya en democracia, con los Pactos de la Moncloa y la Reconversión Industrial. Incertidumbre por lo que vendría y esperanza por lo que se quería que viniera: la transformación que requería España para jugar la liga de los mejores. El entonces presidente del Gobierno, Felipe González, constató esa aspiración en la ceremonia de la firma: “España es Europa”.
“La adhesión a Europa no fue solo un proyecto político, sino una operación de rescate económico de proporciones históricas”, como destaca José Juan Ruiz, presidente del Instituto Elcano y miembro del equipo que negoció la adhesión. Cuatro decenios después los resultados le permiten asegurar que mereció la pena aquel esfuerzo y que el balance, aunque complejo y con altibajos, resulta positivo. España (y también Portugal) ha experimentado una modernización que va mucho más allá de los números macroeconómicos.
Pero el proceso de convergencia no ha sido ni automático ni lineal. Ha tenido momentos de aproximación y otros de distanciamiento que reflejan las fortalezas y las vulnerabilidades estructurales del modelo de desarrollo español. Se pueden distinguir tres fases. Una primera, que los expertos han bautizado como “la edad de oro”, que corresponde a los primeros 14 años de pertenencia europea. Durante ese periodo, España redujo la brecha de renta con Europa a un ritmo del 2,7% anual, algo que pocos países han logrado mantener durante tanto tiempo. Los datos hablan: en 1985, España tenía un PIB per cápita de 4.695 dólares, una inflación del 8,8% y un desempleo del 21,3%. Hoy el PIB per cápita supera los 30.000 dólares, la inflación oscila entre el 2% y el 3% y el desempleo se acerca al 10%.
El país arrastraba las secuelas de la autarquía franquista y una crisis económica que había golpeado especialmente fuerte durante la transición democrática. Los fondos comunitarios, que llegaron a representar cerca del 1% del PIB anual, fue un factor crucial, pero quizá más importante fue la adaptación al cuerpo legal y regulatorio europeo que lo propició. España pasó en pocos años de ser una economía cerrada y regulada a una economía abierta que participaba plenamente en el mercado único europeo. La apertura comercial lo atestigua: del 26% del PIB en 1985 al 65% en 1999. Este proceso, acompañado de una entrada masiva de inversión extranjera, transformó la estructura productiva. Las hasta entonces superprotegidas empresas españolas, tuvieron que adaptarse para competir en los mercados internacionales, lo que les permitió reestructurarse, innovar y mejorar la productividad.
Esta convergencia acelerada se frenó en 1999, año en que comenzó una fase de divergencia que duró hasta 2014. España se alejó con una tasa negativa del -2,9%, algo que no había ocurrido desde la autarquía. La razón, por un lado, fue que ya había alcanzado un nivel de renta que hacía más difícil mantener ritmos de crecimiento superiores a los europeos; pero más importante fue la aparición de vulnerabilidades estructurales que la bonanza anterior había ocultado: dependencia excesiva de la construcción, un mercado laboral excesivamente rígido, un sistema financiero sobredimensionado y una especialización productiva en sectores de bajo valor añadido. Un conjunto de factores hacían a España especialmente indefensa ante los shocks externos.
Para remate, la crisis financiera de 2008 y la posterior del euro golpearon a España severamente. Mientras en países como Alemania y Francia el PIB per cápita caía un 5,5%, en España lo hacía el 8,7%. El desempleo se disparó, el sistema financiero necesitó ser rescatado y la deuda pública pasó del 42% al 101% del PIB. Esta fase reveló que la convergencia no era un proceso automático ni irreversible, según Ruiz, para quien se demuestra que “pertenecer a la UE y al euro no garantizaba por sí solo la convergencia sostenible. Es necesario mantener políticas económicas prudentes, reformas estructurales continuas y una vigilancia constante sobre los desequilibrios macroeconómicos”.
Y con la lección aprendida se entra en la tercera fase, la denominada “convergencia renovada”, que va desde 2015 hasta la actualidad. España ha vuelto a converger con Europa a un ritmo del 2,2% anual, muy similar al de la edad dorada, aunque con características diferentes: es más madura, está basada en reformas estructurales profundas y se produce en un contexto de mayor integración europea. Los fondos NextGenerationEU, la digitalización, la transición energética y una mejor inserción en las cadenas globales de valor han sido los motores. Además, España ha desarrollado mecanismos de prevención de crisis, ha reformado su sector financiero y ha diversificado su estructura productiva. En consecuencia, la brecha de renta con Europa se ha reducido más de un 10% en el último decenio.
Pese a las vulnerabilidades (mayor volatilidad, menor productividad, menor tasa de empleo, mayor desigualdad, menor gasto en I+D) la gran mayoría de indicadores económicos y sociales han mejorado de forma muy significativa. El país ha experimentado una transformación estructural profunda respecto a 1985. Ha pasado de un puesto desconocido en los rankings a ocupar el 13º lugar mundial en presencia global. La agricultura ha bajado del 15% al 5% de la fuerza laboral, mientras los servicios han crecido del 50% al 76%. La jornada laboral media ha descendido de 37 a 32 horas semanales efectivas, reflejando tanto los avances en productividad como los cambios en las preferencias sociales.
Cuarenta años después de la adhesión, los retos son diferentes, pero no menos importantes. “España debe encontrar nuevas fuentes de crecimiento en un mundo más competitivo y geopolíticamente complejo”, apunta Ruiz, para quien la frase de Felipe González (“España es Europa”) sigue siendo válida, pero su significado ha evolucionado. Ya no se trata solo de la aspiración de un país semiperiférico por integrarse en el club de los países ricos, sino de la responsabilidad compartida de mantener vivo un proyecto político que ha demostrado su capacidad de transformación pero que enfrenta nuevos desafíos”.
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