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El Premio Nobel de Economía 2025 ha sido concedido a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt por sus aportaciones al estudio del crecimiento económico impulsado por la innovación. Mokyr ha explorado las raíces culturales e institucionales del progreso tecnológico; Aghion y Howitt han desarrollado modelos que explican cómo la “destrucción creativa”, concepto originario de Joseph Schumpeter, sostiene el crecimiento a largo plazo. Este Nobel celebra la fuerza de las ideas que transforman la economía, aunque deja en el aire una pregunta más incómoda: ¿quién se apropia realmente del crecimiento que generan esas ideas?
Mokyr ha subrayado que el progreso técnico depende menos del azar y más del entorno social: solo prospera donde existen libertad intelectual, circulación del conocimiento y una cultura que premie la curiosidad. Su trabajo devuelve protagonismo a los factores históricos y culturales que permiten que las innovaciones científicas se conviertan en prosperidad sostenida.
Aghion y Howitt, por su parte, han trasladado la intuición schumpeteriana al terreno formal y empírico. Han mostrado que la innovación no es un proceso lineal, sino una sucesión de rupturas: la economía crece cuando los nuevos actores pueden desafiar a los antiguos, pero ese equilibrio entre competencia y concentración es frágil. Si las grandes corporaciones bloquean el acceso a la innovación o capturan sus rendimientos, el motor del crecimiento se detiene.
Un asunto estrechamente relacionado es la distribución de los frutos de ese crecimiento. La tensión entre tecnología, productividad y reparto del bienestar es hoy el centro del debate económico. Por ejemplo, la inteligencia artificial podría ofrecer, al menos en teoría, enormes ganancias de eficiencia y la posibilidad de reducir la jornada laboral sin sacrificar producción. Pero todo dependerá de cómo se repartan esas ganancias. Si los rendimientos de la productividad se concentran en los propietarios del capital tecnológico, muchos trabajadores afrontarán salarios estancados o pérdida de empleo.
Junto al crecimiento económico, las sociedades tienen que decidir cómo organizar el tiempo, la renta y el poder que genera esa nueva economía. De poco sirve un crecimiento acelerado si se traduce en más desigualdad o en vidas cada vez más fragmentadas entre quienes pueden participar de la innovación y quienes quedan atrapados en su periferia. En ese sentido, el Nobel de este año recuerda una lección esencial: el progreso tecnológico solo es verdadero progreso cuando se convierte en bienestar compartido.
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