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Análisis
Cataluña insiste en imponer, pese a su exigencia de financiación singular, que el futuro acuerdo de financiación autonómica para el resto de las comunidades, es decir, las que permanezcan en el denominado régimen común, después de que ellos salgan, la vigencia del principio de ordinalidad que, por cierto, no aparece en ningún manual de buenas prácticas financieras de orientación progresista. Vienen a decir que, puesto que su sistema de bienestar es más amplio y más caro que el del resto, sus necesidades financieras son también mayores y esto debe traducirse en un mayor volumen de recursos. Su propuesta consiste en que la ordenación de las comunidades según el volumen de recursos que recibe del sistema ha de ser la misma que la ordenación en función de los que aportan. Esto significa que, si Madrid y Cataluña son las que más aportan, porque son las más ricas (País Vasco y Navarra están en otras batallas), también han de ser las que más reciban. Las que menos aportan, entre ellas Andalucía, porque son más pobres, deben aceptar un menor nivel de financiación por habitante.
Es probable que el lector no familiarizado con el tema piense, sorprendido, que no ha interpretado correctamente el párrafo anterior. No se entiende fácilmente que la ordinalidad que defienden los catalanes establezca una condición tan grosera como que las autonomías no deben poder utilizar los recursos que la financiación autonómica pone a su disposición para intentar avanzar en la jerarquía regional. Lo que la ordinalidad viene a decir es que el orden existente debe prevalecer y el sistema de financiación ha de contribuir a garantizarlo, lo que significa que Andalucía ha de abandonar cualquier pretensión de utilizar esos recursos para intentar abandonar, por ejemplo, mediante la bajada de impuestos, el vagón de cola en el ranking autonómico de desarrollo.
Todavía más sorprendente es la conformidad del “Gobierno de coalición progresista” con la propuesta catalana de ordinalidad. Eso es lo que, según sostiene la Generalitat, está contenido en el acuerdo recientemente suscrito en la Comisión Bilateral Estado-Generalitat sobre el futuro modelo de financiación de las autonomías, pese a que, según se dice, la ministra Montero, incómoda con el reconocimiento, decidiese en el último momento trasladar la referencia al preámbulo del documento. Conviene recordar en este punto que el PSOE ya aceptó hace más de una década la pertinencia del principio de ordinalidad en la financiación de las autonomías, argumentando que suponía un incentivo a las comunidades más atrasadas para salir de la pobreza.
Desde la parte contraria, Andalucía y el resto de comunidades resistentes frente a la ignominia de la ordinalidad, sostienen que, si bien sus necesidades pueden ser más baratas que las de los ricos, cuestión discutible, en cualquier caso, también son más numerosas y el futuro acuerdo de financiación no puede ignorar esta realidad. Solidaridad, suficiencia, autonomía financiera y otras cualidades similares figuran entre las más frecuentemente demandadas al futuro modelo, pero todas ellas pueden agruparse, en mi opinión, bajo el paraguas de la equidad. Igualdad en el trato recibido de las administraciones públicas, que bien podría comenzar por el establecimiento de un nuevo principio básico, pero seguramente más fácilmente comprensible que todos los anteriores: idéntica financiación por habitante en todos los territorios.
Hay que garantizar, como es lógico, la suficiencia de los recursos para cobertura de las necesidades financieras en las comunidades donde la prestación de servicios resulte más costosa y siempre en términos de población ajustada a las circunstancias que se consideren pertinentes (envejecimiento, insularidad, despoblación, etc.) y competencias homogéneas. Salvando estas circunstancias, una financiación por habitante similar en todos los territorios abre una prometedora puerta a la superación de algunos de los principales obstáculos de acuerdos anteriores. El más evidente es la sencillez y transparencia, frente a la incomprensible complejidad del todavía vigente, pero también la posibilidad real de imaginar un sistema estable y con voluntad de permanencia, al menos en sus componentes fundamentales. Es probable, no obstante, que los principales obstáculos vuelvan a plantearse desde el catalanismo, tradicionalmente el principal recolector del fruto de la inestabilidad.
Un sistema que pretenda organizarse en torno al principio de equidad no solo es compatible con la suficiencia, sino que también permite plantear la cuestión de la solidaridad en términos diferentes a los habituales. Ajustada la dotación de cada comunidad a las necesidades de la que más recursos consume, supuestamente donde el sistema de bienestar es más amplio y costoso, para el resto se abre la posibilidad de un excedente con el financiar la aproximación a los estándares de las comunidades más desarrolladas en materia de bienestar y productividad. Desde comunidades como la andaluza cabría la posibilidad de pensar en la solidaridad, no solo como un mecanismo de transferencia de rentas que permite recortar las diferencias en el consumo de los hogares, con la consiguiente consolidación de un perverso mecanismo de dependencia, sino también en corregir las diferencias en PIB por habitante y desempleo, que la solidaridad mal concebida no ha conseguido reducir después de intentarlo durante más de cuatro décadas.
Un planteamiento de estas características admite avanzar incluso en la autonomía financiera, en el sentido de asumir en sus territorios las funciones recaudatorias de algunos tributos, que podrían quedar bajo su jurisdicción. La única exigencia sería establecer una especie de fondo de compensación autonómico dotado con los excedentes de recaudación en las autonomías más prósperas y complementado, en su caso, con recursos procedentes de los Presupuestos Generales del Estado.
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