Yo no entiendo de vinos

Descorche en una cata de vinos. / CD

11 de noviembre 2025 - 06:31

Pasada la media mañana, a la hora en la que se supone que el Papa ya permite beber con su ejemplo, Armando nos ofreció una copa de una botella de color negro que depositó sobre una mesa llena de amigos como el que se desprende de una compleja herramienta que no atina a calibrar. ¿Y éste vino? Admiración.

"No sé, yo no entiendo de vinos", confesó el anfitrión, que nos adelantó que la botella llevaba abierta varias semanas en la nevera. Si no se había estropeado, se debía a que era un amontillado jerezano de unos 18 años de envejecimiento medio, al que se había añadido un poco, pero sólo un poco, de pedro ximénez para darle el regusto dulzón. Un amontillado abocado. De Valdespino, Contrabandista, una excelencia. Un doble aplauso, a pesar de la precaución inicial de los comensales a valorar la copa y a meterse en camisa de once varas en un asunto tan complicado como éste.

La caída del consumo de vino es una tendencia mundial, no sólo ocurre en España, donde 2024 se salvó con un leve incremento de ventas, sino en Europa y Estados Unidos. De hecho, en España, que es uno de los grandes del vino, se bebe mucho menos que en Italia y Portugal y muchísimo menos que en Francia. La media anual española es de 20,7 litros por persona, mientras que la portuguesa es de 53 y la francesa e italiana, de 35.

El consumidor de vino es tan variado como el propio producto, hay quien lo bebe sin más pretensiones que consumir una bebida alcohólica que sepa bien y no altere la vida diaria y, en el otro extremo, hay sibaritas expertos que se desplazan cientos de kilómetros para descorchar un tinto de un terruño del que ha leído una interesante reseña en una revista de domingo. Hay quien bebe Don Simón con algo de casera en el almuerzo y quien paga para asistir a una cata que se vende a seis euros la copa de jerez.

Entre ambos extremos hay una extensa variedad de grises, pero son los consumidores más sencillos los que se han ido descolgando del vino y, en especial, los más jóvenes, que ni siquiera llegaron a entrar en la ronda. Con las empresas ocurre lo mismo, hay grandes multinacionales que están bien financiadas y aguantan los vaivenes de los mercados, y pequeñas empresas, muchas familiares, que elaboran muy buenos vinos de proximidad y que, en muchas ocasiones, son las que han introducido las innovaciones en el sector.

Estas son las más frágiles, las que tienen que hacer frente tanto a la caída de las ventas como a otros problemas naturales, como el cambio climático, la falta de lluvias y la proliferación de algunas plagas.

Eric Asimov es el crítico de vinos del New York Times, lleva 30 años detrás escribiendo sobre enología y gastronomía. Recientemente, ha publicado un artículo en el que realiza una propuesta al sector para salir del estancamiento de ventas. Algunas tienen su razón de ser sólo en Estados Unidos, como la necesidad de bajar los precios, pero otras lecturas son universales.

Una de ellas, por ejemplo, es la complejidad. Hay un sector del vino que se hizo snob hace unos 20 años, y sus enólogos dirigen catas hoy como si fueran profesores de universidad, nos hablan de crianzas biológicas, oxidativas, del componente glicérico y de la característica peculiar de un tipo raro de uva, de cómo la levadura que se utiliza consigue una transformación más eficiente del azúcar a la vez que nos cuenta que el roble americano no es tan preciado como el francés, aunque ellos utilizan uno portugués que ensamblan en una aldea gallega que está al borde del mar. ¡Y la fermentación maloláctica! ¿Cómo se atreven a ningunear a la maloláctica?

En definitiva, que hay muchos consumidores potenciales, como mi amigo Armando, que no es un ignorante, sino profesor pero que se asoma al vino con precaución, con temor. Para entendidos.

Cuando pido queso en un restaurante o lo compro en una tienda, puedo recibir cierta explicación, pero nadie me informa sobre qué leche usaba el ganadero, cómo se llama la levadura utilizada, el tiempo de fermentación y si la maduración fue en bodega o al aire libre. Y si el queso es para la pasta o las pizzas, con la marca o el precio me vale.

El vino está destinado a proporcionar placer, alegría, fomenta la conversación entre amigos, acompaña al buen rato y ama la buena vida, no sólo sirve para dar formación intelectual al consumidor. El vino debería ser la chispa de la vida si Coca-Cola no hubiera inventado este eslogan hace unas cuantas décadas.

Hace más de 20 años que Vicente Taberner me enseñó la viña que estaba levantando en Arcos, entre la Sierra de Grazalema y la campiña de Jerez, donde hoy ya está consolidada la bodega Huerta de Albalá. Vicente estaba encantado con su nuevo proyecto y yo, entusiasmado por ver cómo en la provincia de Cádiz se podían hacer también muy buenos vinos tintos. Al final de la visita, y debajo de un parral donde probamos varios de sus futuras marcas, me regaló una botella de lo que después sería Taberner número 1. "Guárdala unos años porque este será un gran vino y costará un dinero", me aconsejó, pero el tesoro no duró mucho tiempo en el cofre. Estaba tan contento con lo que iba a hacer el bueno de Vicente que al siguiente fin de semana la descorché con algunos amigos. Nunca me supo mejor ningún otro Número 1, aunque el mío no llevase el tiempo adecuado de maduración en la botella. Lo que contaba fue la experiencia.

Quienes somos aficionados al vino no vamos a dejar de arrodillarnos ante un Contrabandista, ni de acomodarnos ante la barra del Cateca, en Sevilla, como el que visita la biblioteca de Alejandría de los vinos de Jerez, tampoco tengo nada contra la maloláctica, suaviza los taninos, pero habrá que hablar también otros lenguajes. Más sencillos, más frescos, más banales.

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