El Poliedro
Tacho Rufino
Cada uno, su colacao
Análisis
De una forma algo inesperada y en un momento no muy oportuno, el Rey Felipe VI ha viajado a China, justificándose el desplazamiento con los objetivos relacionales y comerciales habituales. La verdad es que China no es un destino importante para las exportaciones españolas: menos del 2% de las totales en 2024 y un importe próximo a 7.500 millones de euros. Además, vienen disminuyendo desde 2020, cuando fueron el 3% y sumaron algo más de 8.100 millones de euros. China es el duodécimo destino exportador español, antecedida por dos mercados de mucha menor dimensión: Turquía y Polonia. Por el contrario, China viene siendo el segundo país de origen de nuestras importaciones desde hace años –fue el primero en 2022–, con un volumen económico creciente y con una participación que supera el 10% del total.
Casi valdría decir que sería mejor evitar los viajes de Estado a ese mercado. El presidente del Gobierno ha ido tres veces, con el resultado de que exportamos menos e importamos más. Tal parece que fuesen viajes para adquirir suministros y no para vender producciones españolas. Nuestro principal rubro exportador a ese país es carne de cerdo y despojos comestibles (cerca del 15% del total), seguido de minerales (concentrado de cobre, fundamentalmente), determinados medicamentos (no especializados), y chatarra de cobre, por mencionar los principales rubros. En cuanto a las importaciones son, por orden, las que se puede imaginar el lector: aparatos eléctricos y electrónicos, aparatos mecánicos, automóviles, prendas de vestir, químicos orgánicos, etc. Me resulta inevitable recordar aquello que hace bastante tiempo criticaban los economistas de CEPAL: el deterioro de la relación real de intercambio, que para entendernos venía a ser exportar plátanos y minerales e importar frigoríficos y automóviles.
Ha resultado ser un espejismo aquello de las oportunidades que se abrían en un gran mercado y que había que estar presentes en él. Es un gran mercado, sin duda, pero nuestra presencia es poco menos que minúscula, a pesar de todo el esfuerzo comercial realizado por el ICEX y, en nuestro caso, Extenda. De la misma forma, me temo que las anunciadas inversiones de empresas chinas en la construcción de plantas para la fabricación de baterías también son un espejismo. No porque no se vayan a realizar, sino porque sus externalidades positivas (empleo, transferencia de tecnología) va a ser insignificantes o nulas. Serán chinos los operarios, técnicos y directivos –así será en Zaragoza, el proyecto más avanzado, y así es en otros casos–. No habrá la más mínima transferencia de tecnología, justo lo contrario que el Gobierno chino ha exigido a los fabricantes occidentales para autorizar su instalación en aquel país. Personalmente, creo que estas fábricas de baterías y aun las de ensamblaje de vehículos no son otra cosa que una apariencia de europeizar unas producciones para protegerlas de posibles aranceles o limitaciones a la importación.
También personalmente, sostengo que es absurdo construir fábricas de baterías, de chips o de cualquier otra cosa en casi cualquier país de la UE que aspire a ello. No podremos competir si nuestras fábricas no cuentan con las economías de escala y de experiencia que constituyen una ventaja fundamental de la fabricación china. Esto es un asunto de dimensión y producción anual, y si no hay una ventaja diferenciadora destacadísima (tecnología de producto o de proceso) es imposible competir en costes con la fabricación china. Los menores costes regulatorios, laborales y otros son solo una parte de su ventaja y no la explican por completo.
Sin embargo, también es cierto que la gran dimensión de no pocas instalaciones fabriles en China, y la reproducción de las mismas cadenas de valor en distintas provincias es la causa de un problema estructural muy serio: un exceso de capacidad productiva en algunos sectores (el fotovoltaico, por ejemplo) que no puede ser absorbida ni por la totalidad de la demanda mundial en conjunto. La causa de que esto haya sucedido es múltiple: a) Beijing tiene una capacidad muy limitada para disponer lo que se hace o decide en las provincias; b) la recaudación del IVA se reparte entre el Gobierno central y el gobierno provincial donde se localiza la producción correspondiente, no el consumo, con lo cual hay un incentivo para atraer la instalación de industrias; c) lo mismo sucede con otros impuestos, cotizaciones, etc.; d) a los directivos públicos se les valora más por la producción que por los resultados; e) esta valoración es importante también para los representantes del partido en las empresas privadas; f) los bancos prefieren renovar los créditos a empresas zombies, ya que así no perjudican sus balances; g) dado que ya hay un buen número de empresas privadas importantes (en el automóvil, por ejemplo), la capacidad del Gobierno (reconversión, cierre, etc.) es más limitada que en el pasado.
La quiebra –o la reducción de capacidad– es un mecanismo esencial en una economía de mercado. Y no funciona lo de adoptar solo los mecanismos del mercado que más convengan a un gobierno; estamos empezando a verlo en el caso de China, que afronta otros problemas estructurales muy serios: por ejemplo, no ha dado resultado efectivo el estímulo a la demanda interna para compensar lo que pudiera suceder en el mercado internacional. Y a esto se añade ¡oh, sorpresa! que China es uno de los países con mayor desigualdad del mundo, medida por el índice Gini. Finalmente, creo que su capacidad está mucho más en la innovación que en la investigación, por mucho que los registros de patentes aparenten lo contrario. Siguen estando muy lejos de la extraordinaria capacidad de Estados Unidos para producir conocimientos y traducir estos en nuevos productos o procesos. Su ecosistema de investigación y desarrollo es imposible de replicar en un país que no sea completamente libre, por mucho capital que se ponga a disposición de los investigadores (y de los mejoradores y copiadores).
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