Pequeños grandes hombres

El poliedro

Ejercer el gran poder contiene el probable arrumbamiento del buen gobierno; vicio cuyo enemigo es la Ley

16 de agosto 2025 - 05:59

En ‘Pequeño gran hombre’ (1970), historicista y agridulce película de Arthur Penn y joya del western crepuscular, el cheyenne Jefe Dan George, que obtuvo un Oscar por ese papel, decide que es tiempo de morir. Lo decide varias veces; mas sin éxito, con dudosas ganas. Iba cumpliendo hasta 121 años entre unos y otros intentos, en los que entonaba las salmodias tribales del propio funeral, retirándose a una colina sagrada. En uno de ellos, una gota de lluvia le cae dentro de en un ojo, y se dice: “Elegí un mal día para morir”. Era sabio, ya sin fuerza. La tribu reconocía su ‘auctoritas’, que no era muy discutida por los más jóvenes (lo eran todos). Su honestidad y experiencia les valían. Películas.

La paradoja de que la experiencia y la creatividad suelen ser curvas de direcciones contrarias se estudia en Psicología Organizacional. A mayor experiencia, menor creatividad, y viceversa. Quien conoce el pasado bien, normalmente ve mermadas su chispa y su libertad de pensamiento. Por contra, quien no tiene apenas pasado, al ser novel, posee una capacidad innovadora para cuya eclosión carece de palanca.

Así es la vida, una sucesión de paradojas. Absurdos aparentes que pueden encerrar verdades poderosas. La pariente degenerativa de la paradoja en cuestión es el ejercicio del poder a cualquier costa: aunque quien llegare a ostentarlo lo hizo por su talento y su fortaleza, mantenerlo ‘sine die’ auguraba vicio. Algunas constituciones limitan los mandatos presidenciales. Quien se monta a diario en una bicicleta que no es suya acaba creyendo que sí lo es. Comienza a actuar al margen de su valía, repartiendo prebendas y sinecuras; llenando su hucha, tangencialmente: forrándose. Ejerciendo sólo poder, y no el gobierno, que exige límites antes de donde habita la corruptela. Dado que todo este proceso es humano, no queda sino el miedo a la ley, al castigo. Por eso, fagocitar el poder judicial es el afán de los totalitarios y la muerte anunciada de la democracia.

Quien libó el elixir de la influencia y el dominio, sea en su heredad compartida, sea en el poder máximo en la política, acabó por hacer lo que fuera necesario por no perderlos. Y creyó que le era debido. En esa creencia germina la corrupción. Es detestable oír a algunos esgrimir “los valores” para criticar a quien no comparte los suyos, y no hablo de proteger a los débiles, sino en una fe política, una simplificación comodona acerca de lo que está bien y lo que está mal. Valores, los míos... siempre que yo pueda saltármelos. ¡Oiga! ¿Y los míos? Pues igual, espere su turno. Decadencia. No sé si quedarán cheyennes.

Un ministro alemán dimitió por cortar y copiar, sin citar fuentes, en su lejana tesis doctoral. Boris Johnson dejó de vivir en Downing Street por organizar saraos mientras la gente estaba confinada o viendo morir sus negocios. Aquí, que un ministro de Hacienda se pusiera las botas o que cuatro prendas trajinaran su beneficio con empresas contratistas del Estado son objeto de partidismo. Se pone de perfil hasta el Tato ¿Dimitir? Hombre, por favor. Son impensables los acuerdos nacionales en asuntos vitales entre los (dos) que se deben a los votos de una inmensa mayoría. Vaya por el Dante: abandonad cualquier esperanza. Qué importancia tiene una gotita de agua en mi ojo. O una viga, habiendo pajas en el tuyo.

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