Víctor Amadeo Bañuls Silvera

Binario

Observatorio empresarial

Recreación virtual del 'big data'.
Recreación virtual del 'big data'. / EFE

08 de noviembre 2025 - 06:00

El código binario late en el corazón del mundo digital. Ceros y unos. Presencia o ausencia. Verdadero o falso. Buena parte de la tecnología que usamos a diario, desde un microchip hasta una red neuronal, descansa sobre una lógica tan simple como poderosa: reducir la complejidad del mundo a dos estados posibles. Gracias a ella funcionan los ordenadores, los teléfonos y los algoritmos que nos recomiendan qué escuchar, qué ver o en qué creer.

En los sistemas de información, el binario cumple su papel: separa lo que cumple una condición de lo que no. Pero su verdadera riqueza aparece cuando combina muchas variables. Cuando el análisis incluye varias dimensiones -género, ideología, creencias, ocio, gustos o valores-, la aparente sencillez se convierte en un entramado casi infinito de matices. No hay dos personas iguales ni dos perfiles que respondan del mismo modo.

El problema es que nuestra mente no puede procesar tanta complejidad y, por economía cognitiva, recurre a la intuición. Simplificamos, agrupamos, reducimos. La tecnología prometía ayudarnos a escapar de esas limitaciones. El big data analiza millones de registros y descubre patrones invisibles. Los algoritmos aprenden de nuestros clics y anticipan lo que nos gustará. Creemos que el mundo digital se adapta a nosotros. En realidad, somos nosotros quienes nos adaptamos a él.

Los algoritmos agrupan y, al hacerlo, simplifican. Cuantos menos matices, más fácil es predecir. Lo que en ingeniería produce eficiencia, en la sociedad genera fracturas. Una revisión en el Journal of Marketing Analytics muestra que la mayoría de los algoritmos comerciales apenas distinguen entre cuatro o cinco grandes grupos de usuarios, incluso cuando los datos permitirían cientos de combinaciones posibles. La complejidad se convierte en manejabilidad, y la manejabilidad en negocio. Y ahí es donde la lógica binaria abandona el código y coloniza la conversación pública.

Las redes sociales viven de nuestra atención, y nada capta tanto la atención como el conflicto. Lo moderado aburre; lo extremo engancha. Cada “me gusta” o comentario furioso refuerza la ecuación: si reaccionamos ante un mensaje polarizado, el sistema interpreta que queremos más de lo mismo. Poco a poco, el espacio común se fragmenta en cámaras de eco donde solo escuchamos lo que confirma nuestras ideas. Nos sentimos parte de un grupo porque nos oponemos a otro.

No es casualidad. Es rentable. La lógica comercial y la política comparten el mismo principio: segmentar, emocionar y fidelizar. Las campañas, ya sean para vender un producto o una ideología, funcionan mejor cuando convierten la identidad en bandera y la discrepancia en amenaza. El precio de esa estrategia es alto: sustituye la complejidad por la consigna y la convivencia por la confrontación.

La ciencia lleva tiempo advirtiéndolo. Estudios en Party Politics y European Political Science Review confirman que la polarización afectiva (la distancia emocional entre grupos) se ha intensificado y ya no se explica solo por el eje izquierda-derecha.

La realidad humana no es binaria: la reducimos para entenderla mejor, y los algoritmos refuerzan esa simplificación filtrando la información hasta devolver solo lo que encaja con nuestras categorías previas.

Investigaciones recientes en el campo de la ciencia de datos muestran que los sistemas de recomendación tienden a reforzar las conexiones mayoritarias y a reducir la visibilidad de las minorías. Lo que empieza siendo una decisión técnica -optimizar clics o engagement- termina teniendo consecuencias sociales Las inteligencias artificiales no distinguen entre lo justo y lo útil, entre lo verdadero y lo viral: solo maximizan resultados. Sin comprender el contexto humano, pueden amplificar sesgos invisibles y automatizar injusticias.

Si no cuestionamos los objetivos que les damos ni los valores que dejamos fuera, corremos el riesgo de construir una tecnología muy eficiente para resolver problemas que nunca debimos dejar de discutir. Ese impacto se percibe con más fuerza en los colectivos más vulnerables y en las nuevas generaciones. Los adolescentes, criados bajo el dominio del flujo continuo de contenidos, viven expuestos a un flujo incesante de estímulos diseñados para retener su atención. Cada deslizamiento de dedo es un experimento emocional: un vídeo más intenso, una opinión más radical, un contraste más extremo. Esa exposición constante a contenidos polarizados condiciona cómo se informan y cómo se perciben a sí mismos y a los demás.

La realidad, como los datos, rara vez cabe en una casilla. La identidad, la opinión, la experiencia… todo eso ocurre en un terreno mucho más amplio, incómodo y real que el que permite una lógica de dos opciones. El progreso surge de los espacios intermedios, de las combinaciones inesperadas, de los encuentros entre quienes piensan distinto. Reivindicar los matices no es renunciar a las convicciones, sino defender la inteligencia colectiva frente a la simplificación interesada. Es más eficiente procesar la realidad si reducimos la complejidad. Pero el precio de esa eficiencia es la pérdida de diversidad, de diálogo, de humanidad.

Los algoritmos nos mandan publicidad y nos recomiendan canciones con precisión quirúrgica. Pero también nos enseñan, poco a poco, a pensar como ellos: por oposición, por filtro, por bloques. Y cuando la pertenencia a un grupo se construye solo en contraposición al otro, la sociedad entera se vuelve binaria. Quizás sea tiempo de recuperar los espacios entre el cero y el uno. Entre el blanco y el negro hay infinitos tonos de gris.

Tal vez el reto no sea resistir la lógica binaria, sino atrevernos a ver lo que ella no alcanza: los matices y significados que todavía solo pertenecen a lo humano.

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