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El escritor Milan Kundera, en su conocida obra La insoportable levedad del ser, recogía esta sensación: “Era vértigo. Un ansia embriagadora, insuperable, de caer”. Así describía la tensión entre la ligereza y la pesadez de la existencia. Una sensación que bien podrían compartir hoy los inversores, asomados al precipicio de unos mercados que han subido tanto y tan deprisa que ya nadie sabe si lo que queda por delante es más altura o un vacío. Durante más de dos años, las bolsas internacionales han disfrutado de un rally sostenido, impulsado por la euforia en torno a la inteligencia artificial, la resistencia del consumo y la expectativa -y materialización posterior- de una relajación monetaria inminente. El Nasdaq acumula subidas de dos dígitos, la vivienda se mantiene sorprendentemente firme pese al endurecimiento financiero de los últimos años, y los índices europeos encadenan máximos que evocan los años previos a la crisis de 2008. Pero el sentimiento podría estar cambiando y el vértigo podría terminar imponiéndose a la euforia. Aunque hay fuerzas que siguen apoyando la bonanza bursátil.
Los datos económicos, al menos en apariencia, siguen siendo benignos. En Estados Unidos, la inflación de septiembre sorprendió a la baja, inferior a lo previsto por los analistas. La reducción de tipos de la Fed de la semana pasada confirma esa mayor confianza en la inflación. En Europa, la sorpresa positiva vino del PIB del tercer trimestre y los indicadores de actividad. Los PMIs repuntaron en octubre hasta territorio de expansión, impulsados por el sector servicios y por una mejora modesta en la producción industrial. Alemania muestra signos de estabilización, mientras Francia continúa en terreno frágil, afectada por un clima político incierto y por la erosión de la confianza empresarial. La inflación, por su parte, continúa moderándose: la tasa general se sitúa cerca del 2%, en línea con el objetivo del BCE. En Asia, el panorama es más heterogéneo. China crece en torno al 5 por cien, apoyada en la industria y las exportaciones de alta tecnología, pero su demanda interna sigue débil, atrapada por la crisis inmobiliaria y la retirada de estímulos fiscales. Japón, en cambio, experimenta un alivio inflacionario que no impide al Banco de Japón mantener la puerta abierta a nuevas subidas de tipos, ante una inflación todavía persistente en los servicios. Y los anuncios de resultados del tercer trimestre han puesto de manifiesto unas empresas con unos bolsillos más llenos de lo esperado. Esta macroeconomía benigna ayuda a sostener la fortaleza bursátil. Y, sin embargo, pese a estos signos de solidez macroeconómica, el mercado transmite una sensación de desasosiego. Algunos inversores, aún largos en posiciones de riesgo, observan las cotizaciones desde cotas históricas con creciente inquietud. La volatilidad implícita ha repuntado discretamente, y los flujos hacia activos defensivos y de renta fija comienzan a aumentar. El sentimiento dominante no es el miedo -mucho menos, el pánico-, pero sí la cautela.
El vértigo, en este contexto, no surge del deseo de caer, sino del miedo a hacerlo. Después de tantos meses (más bien, años) de ganancias acumuladas, cualquier corrección parece potencialmente el inicio de algo mayor. Y el telón de fondo no ayuda: las tensiones entre China y Estados Unidos -a pesar de la tregua acordada en Corea del Sur hace unos días-, las sanciones a Rusia, y los conflictos regionales mantienen al mundo financiero en permanente estado de alerta.
En este escenario, los bancos centrales actúan casi como funambulistas. La Reserva Federal volvió a recortar en 25 puntos básicos la semana pasada, algo que prácticamente descontado por los mercados. Jerome Powell está dejando entrever que los riesgos sobre el empleo superan ya a los inflacionarios. El Banco Central Europeo, en cambio, mantuvo su pausa, convencido de que la economía de la eurozona está en un “buen lugar”. Pero detrás de esa aparente calma, Christine Lagarde se reserva la flexibilidad de actuar si la inflación continúa por debajo del objetivo durante más tiempo del previsto.
La vivienda se ha convertido en otro termómetro del vértigo financiero. En Estados Unidos, los precios siguen elevados pese al coste de la financiación hipotecaria. En Europa, la escasez de oferta sostiene los precios, pero la demanda muestra síntomas de fatiga. En ciudades como Berlín, Toronto o San Francisco ya se observan correcciones. El apetito inversor institucional en el sector se enfría, al tiempo que la rentabilidad de los bonos empieza a competir con el ladrillo como refugio. El consumo privado, que fue el pilar de la recuperación postpandemia, también da señales de agotamiento. En Europa, los salarios reales apenas compensan la pérdida de poder adquisitivo acumulada. La paradoja es evidente: los mercados descuentan un ciclo expansivo, pero la economía real se mueve con una prudencia casi defensiva.
El momento actual de los mercados refleja una tensión existencial entre confianza y miedo, entre la ligereza de la liquidez y la pesadez de las valoraciones. Los inversores viven atrapados entre la evidencia de unos datos que aún acompañan y la intuición de que algo no termina de encajar. La inflación baja, pero los márgenes empresariales se estrechan a pesar de los beneficios empresariales en su conjunto. El empleo aguanta, pero la productividad se estanca. Y los bancos centrales se relajan, pero las deudas siguen creciendo. Kundera escribió que el vértigo no es el miedo a caer, sino el deseo inconsciente de lanzarse al vacío. En los mercados, ese impulso se traduce en la tentación de seguir comprando, de creer que la fiesta nunca termina. Pero los equilibrios financieros, como los humanos, no son eternos. El reto, para los gestores y ahorradores, será navegar entre la euforia y el temor, sin olvidar que la ligereza de las subidas lleva implícita, siempre, la pesadez de la caída.
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