Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
El mercado político
Análisis
Hay procesos que son estructurantes y contra los que poco más se puede hacer que prepararse para aprovechar al máximo los beneficios y minimizar los inconvenientes. En el caso de la demografía, por ejemplo, resultan decisivos tanto el envejecimiento de la población como la inmigración. Otro proceso estructurante es la terciarización de la economía, que a lo largo de los últimos treinta años eleva en once puntos el peso relativo de los servicios en la economía española, hasta alcanzar el 69,1% del PIB, mientras que la industria pierde casi seis. En Andalucía el proceso es todavía más acusado, puesto que más de las tres cuartas partes del PIB es de origen terciario, mientras que el declive de la industria reduce su contribución al entorno del 10%.
Otros procesos, como la internacionalización de la economía por causa de la globalización o la progresiva impregnación tecnológica de todo lo cotidiano, tanto a nivel empresarial como personal, son procesos que en gran medida discurren al margen de toda voluntad política. El peso del sector público en la economía también es palpable en el caso español pero, a diferencia de los anteriores, son el resultado evidente de las preferencias políticas de los gobernantes.
La presencia del sector público en la economía comenzó a aumentar con la democracia. Del 30% que representaba el gasto público sobre el total del PIB en 1980 se pasó al entorno del 45% con motivo de los fastos del 92, alcanzándose el máximo histórico del 46,3% en 1993. La marca permaneció imbatida hasta 2012 (49,2%), el momento de mayor tensión presupuestaria tras la crisis de 2008, cuando las circunstancias (crisis de deuda soberana) obligaron en el año siguiente al mayor recorte del gasto público, tres puntos, desde el inicio de la democracia. El máximo histórico, no obstante, se alcanzó con la pandemia, 51,4% en 2020, cuando se batieron todos los registros, tras el cual se consolida la referencia del 45% como indicativo del peso del sector público en la economía española, eso sí, tras un nuevo recorte presupuestario récord (3,1 puntos) en 2022.
Estos datos son, por un lado, reflejo del perfil ascendente del sistema de bienestar español con la democracia y, por otro, del acusado comportamiento anticíclico del gasto público, que se dispara en las coyunturas críticas (1993 y 2008-2012) y se suaviza en las intermedias. En términos de empleo la conclusión es similar, aunque con ajustes menos severos que en el gasto, pese a la explosión alcista tras la crisis de 2008 y la inercia expansiva sostenida tras la pandemia. Según la Contabilidad Nacional, el 22,4% de los ocupados trabaja en el sector de administraciones públicas, educación y sanidad, que solo es una parte, aunque importante, del sector público, donde se realiza el 20,6% de las horas trabajadas en el conjunto de la economía.
También nos indican estos datos que la diferencia con Europa (45,4% en España en 2024, frente a 49,2% Unión Europea y 49,6% Eurozona) se ha reducido considerablemente, pero no del todo. El análisis de estos mismos datos en valores absolutos permite apreciar otros aspectos significativos, especialmente relacionados con el crecimiento de la economía.
Buena parte del bronco debate político gira en torno a la economía, sobre la que el Gobierno saca pecho a la vista de las favorables previsiones de crecimiento en diferentes instituciones y organismos internacionales, sobre todo en comparación con el resto de las economías avanzadas. Desde la oposición se pone el énfasis en la menor complacencia con los indicadores sobre la forma en que se reparten los frutos del crecimiento, especialmente los que hacen referencia a la pobreza relativa, a los salarios y a la productividad.
Entre 2019 y 2024 el gasto público en España aumentó en 196.077 millones de euros en términos nominales (un 37,2%), mientras que el PIB lo hizo en 337.917 millones (26,9%), en esos mismos cinco años. Estos datos apuntan a que el gran beneficiario del crecimiento de la economía española entre ese periodo ha sido el sector público, dado que la proporción de recursos generados de la que ha conseguido apropiarse, un 58%, es bastante mayor de la que corresponde a su peso relativo en la economía. El perjudicado, en el sentido de soportar un porcentaje desproporcionado del coste de financiarlo, ha sido el sector privado.
Hay que tener en cuenta, no obstante, que han sido años especialmente complejos por las demoledoras consecuencias económicas de la pandemia y la inflación, lo que no necesariamente justifica que el estado superprotector no haya terminado de desactivarse tras la superación de la primera, ni explica la no deflactación de tarifas impositivas con la finalidad de proteger al contribuyente del descontrol de los precios. Profundizar en el detalle de estas magnitudes permite detectar procesos del máximo interés. Entre ellos, todo lo relacionado con la presión fiscal.
La izquierda que postula subir impuestos apoya su argumentación en que la presión fiscal se redujo cuatro décimas en 2023 (hasta 36,8%), todavía a cierta distancia de la media europea, pero ignora la persistente escalada de los últimos años y un dato importante para la comparación: la renta por habitante en España es once puntos inferior a la europea, mientras que el gasto público lo es tan solo en tres puntos. Es uno de los aspectos que Boscá, Domenech y otros señalan en su estudio comparativo entre el sector público español y europeo (Papeles Economía Española, N. 182. 2024), del que se deduce un elevado esfuerzo fiscal en el contribuyente español. También destacan un reducido nivel de inversión pública, que contrasta con un mayor gasto social, aunque los aspectos más relevantes tienen que ver con la vulnerabilidad derivada del tamaño del déficit y el endeudamiento y con la eficiencia del gasto, en el sentido de que, si su aumento no viene acompañado de mejoras en la eficiencia del sector público, la consecuencia más probable es el despilfarro.
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